Inocencia Prehistórica
Ha aparecido hoy en la edición electrónica del diario El País. Y no hemos podido evitar la tentación de reproducirlo. Alex de La Iglesia habla acerca de la situación que vive el cine comercial actual aprovechando como excusa los 50 años que se cumplen hoy de la desaparición del dúo cómico estadounidense de El Gordo y El Flaco.
Oliver Hardy, el gordo de El Gordo y El Flaco, murió hoy hace 50 años tras someterse a un drástico tratamiento de adelgazamiento. Stan Lauren, 'El Flaco', no volvió a actuar. Recibió un Oscar honorífico en 1960, cinco años antes de morir. Hacía mucho tiempo que habían dejado de ser los mismos que se caían, se golpeaban, saltaban y arrancaban carcajadas cuando el cine era en blanco y negro y, antes aún, cuando era mudo. Hacía tiempo también que el cine y la televisión se habían deslizado hacia lo complejo y artificioso, hacia lo más espectacular. Aun así, ahí están sus películas y cortos, como el eco de una forma de reír de otro tiempo.
Llevamos 50 años sin el Gordo y el Flaco. Me han comentado que especule sobre el tema, al parecer, de gran interés mediático. Con esta premisa como base del artículo, las posibilidades de atraer la atención del lector son, cuando menos, exiguas. Como soy una persona que se crece en la adversidad, y que disfruta de las situaciones límite y los retos intelectuales, digo que sí, que adelante. Si puedo desarrollar una idea acerca de este problema, a saber, la desaparición del Gordo y el Flaco hace nada menos que medio siglo, y las consecuencias que este ominoso acontecimiento provoca en nuestro entorno más cercano, puedo escribir sobre cualquier cosa, y eso me llena de satisfacción. O al menos evito pensar continuamente en el aire acondicionado, que gotea cuando lo enciendo. Lo realmente difícil para el lector bienintencionado es prestar atención hacia algo que parece de otro mundo. No sólo estamos hablando de películas en blanco y negro, formato desconocido para un sector enorme de la población, sino que muchas de ellas son mudas. Esto ya es demasiado.
El cine mudo es terreno para arqueólogos o mejor, paleontólogos. La gente piensa que una película es muda no porque haya sido concebida así, sino porque el sonido se borró con el paso del tiempo, como el color, al permanecer las latas enterradas bajo tierra, durante décadas. Y si ahora afirmo que entre las 10 mejores películas que he visto en mi vida nombraría dos o tres mudas, el lector bienintencionado sugeriría mi urgente ingreso en una institución psiquiátrica. Nos encontramos en la era de Harry Potter y los Transformers.
Si el universo no se descompone en mil pedazos y los protagonistas no vuelan ni lanzan rayos, las posibilidades de que los espectadores se levanten del asiento y cambien de sala en el multicine son de un 90%. Lo del blanco y negro a mis hijas, por ejemplo, no les va nada. Una niña de cinco años está acostumbrada a que la gente vuele y los universos estallen. Intenté someterles a una exposición prolongada de películas de Harold Lloyd, por aquello de que, al menos, Harold Lloyd trepa por un edificio y está a punto de caerse, colgado de las agujas de un reloj. Sin embargo, el experimento fracasó. Ya no hay quien les saque de los X-Men. Mi hija quiere ser Tormenta y provocar tempestades con las manos. Pero no sólo se trata de un problema formal, lo realmente primigenio son los contenidos. Las comedias del Gordo y el Flaco son inocentes. La inocencia es una cualidad extinguida, como los dinosaurios o la música folk. La transparencia inmaculada de sus planteamientos y una alegría sorprendente en sus tramas los hacían aún más deliciosos.
Quizá eso fue lo que acabó con ellos. Ya no vivimos en un mundo donde las cosas sean sencillas. Nos parece más verosímil pensar que entre el Gordo y el Flaco había algo más que bofetadas, o que Cary Grant llevaba bragas, por poner un ejemplo que me duele particularmente. La inocencia es un sentimiento extraterrestre, propio de alienígenas. El slapstick, la comedia de bofetadas y tropezones, es un género extinguido, un fósil de videoclub. Han pasado 50 años desde que estos tipos, Stan Laurel y Oliver Hardy, desaparecieron, pero parecen siglos, evos, eones. Tampoco es que el mundo se haya convertido en Sodoma y Gomorra y que echemos en falta la risa limpia y cristalina de antaño.
Ahora casi todo resulta, sencillamente, incompresible. La trama no está pensada por un guionista: está pensada por tres, al menos, y no trabajan juntos, se superponen, uno encima de otro, como en una orgía absurda. El confuso resultado es corregido por el estudio y los abogados de la compañía de representación que maneja los contratos de los actores principales añaden sus condiciones. Después, todo pasa por un filtro de corrección política y, por último, se añaden unos chistes de otro guionista que nadie conoce porque el tipo de ventas internacionales dice en un mail que el resultado no es todo lo gracioso que se esperaba. Así se consigue esa pasta extraña, indigesta, que no molesta a nadie, pero tampoco agrada a nadie, tan característica de nuestro tiempo. Así funciona el negocio, y el Gordo y el Flaco no están en él desde hace 50 años. Hacen muy bien.
ALEX DE LA IGLESIA 07/08/2007
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