enero 05, 2011

Blake Edwards: El rey de la comedia

Por Héctor Soto

Un extra de origen indio arruina un rodaje que estaba saliendo impecable. Lo que el tipo debía hacer -mientras toca la corneta en el fragor de la batalla- era morir. Pero no muere nunca. Le disparan una y otra vez y el descriteriado insiste en levantarse una y otra vez para arrancar agónicos sones a su instrumento. El rodaje se detiene. El director está indignado. El estudio tiene que despedir al imbécil pero, como en las grandes organizaciones todo es un caos, en vez del sobre azul le pasan una invitación para la gran fiesta que el director de la película ofrecerá a sus amistades -un senador, el elenco, los cronistas de espectáculo, el beau monde- ese mismo fin de semana.
Así comienza La fiesta inolvidable, la mejor película de Blake Edwards, el cineasta que falleció ayer a los 88 años. Edwards era uno de los grandes de la comedia que, sobre todo desde fines de los años 60, y durante dos décadas prodigiosas, compuso un fresco imponente de la vida americana con trazos -no siempre en este orden- extraordinariamente cómicos, amargos, delicados, patéticos, irritantes y subversivos.


La crítica siempre distinguió dos grandes líneas en el desarrollo de su cine. La primera partía de su tendencia a plantear temas serios en películas más bien alocadas pero que eran capaces de alojar, entre disparate y disparate, momentos de extraordinario lirismo o introspección. Por esta vía, Edwards pudo decir cosas importantes sobre el arribismo social (El temible Mr. Cory), el cálculo económico en las relaciones afectivas (Desayuno en Tiffany's), el envejecimiento y la crisis del macho americano (10, la mujer perfecta), las miserias de la industria del cine (S.O.B.), los prejuicios sexuales de estos tiempos (Victor Victoria) o los estragos del narcisismo en las relaciones afectivas (Así es la vida).
Pero es la segunda línea de desarrollo de su filmografía la que lo conectó y lo convirtió en el mejor heredero de la comedia disparatada o bufa de los tiempos del cine mudo. En este plano Edwards siempre dio clases de un cine muy endemoniado en el ritmo, muy preciso en los movimientos y muy físico en sus consecuencias, tanto en La fiesta inolvidable como en los mejores pasajes de la serie de La pantera rosa. Hubiera sido un grandísimo director para Jerry Lewis y es una lástima que el destino alguna vez no los haya juntado.
Aunque se paseó por varios géneros (Días de vino y rosas es un oscuro melodrama sobre el alcoholismo y Dos vaqueros errantes, sobre la amistad masculina, es un western con todas las de la ley), Edwards fue un hijo preclaro de la comedia -de la comedia bufa y de la comedia sofisticada- y un cineasta consciente del valor del decoro, el buen gusto y la estilización.
Fue por gente como él que Hollywood llegó a ser lo que en otra época fue: un lugar de donde salían cintas que a pesar de ser inteligentes tenían encanto y a pesar de ser atractivas tenían sagacidad y también alguna cuota de acidez. Cuando hoy todo aquello es solo un recuerdo y Edwards ha desaparecido, justo es rendirle un sincero tributo. Qué duda puede caber: fue uno de los que nos hizo más luminosa la vida.

Publicado en La Tercera, 17 de diciembre de 2010

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