TV or not TV?
Por: Reisende
“Ya no importa lo que se diga en la pantalla; no importa la veracidad de las respuestas que dan los concursantes de programas de entretenimientos, si son verdaderas o erróneas, sino que lo que vale y que sí es cierto es el acto de enunciación: el presentador está allí.”
La tontería está servida: Uno de los grandes mitos de nuestros días se construye sobre la poco afortunada creencia de que la televisión dice la verdad en todas las situaciones y que la influencia de la televisión, mas allá de si esta es positiva o negativa en términos morales o éticos, acaba en el momento en que el usuario decide apagarla. En efecto, la discusión del rol de la televisión, discusión que nunca acaba, le da precisamente a la televisión la posibilidad de adelantarse por la derecha en el sentido metafórico y también políticamente literal. Situaciones como “quedar bien con todos”, “ayudar al desvalido”, “ser políticamente correcto” son el soporte moral que aplaudimos a rabiar mientras nos venden una variopinta oferta comercial. Encima, la empatía y la identificación son el bisturí con que se hace la incisión cerebral. Eficacia pura.
Lo que la mayoría de nosotros los televidentes rara vez recordamos es que estamos frente a una simulación.
Algún lector estará pensando que esta opinión es un poco generalista en la medida que la simulación se entiende en un programa “de ficción”, y pensará además que tal situación no es posible en el caso de un noticiario, adalid de pluralidad y espejo de nuestra realidad. ¿Quien podría creer que una publicación periodística es la trascripción pura de la realidad? Seria como creer que el periodista no piensa. Y si el periodista no piensa, ¿no existe? Indudablemente, estamos ante un acto de fe. Y es una de las formas de fe más poderosas de nuestra época. Si rebuscamos un poco, tal vez el origen podemos encontrarlo en la creencia asociada a mediados del siglo XX a la fotografía.
Recordemos que en tiempos de la segunda guerra mundial, los documentos foto periodísticos eran considerados pruebas indelebles e incuestionables de hechos, personas o lugares. Tal situación se ha mantenido hasta nuestros días y ha influenciado con su aura a su primo electrónico, el video. Y entre el video y la televisión solo esta el aire. Roland Barthes en “La Cámara Lúcida” describe con gran precisión el acto ritual y de fe ante una fotografía. Estamos ante una prueba de realidad soportada por la eficacia mecánica. Es decir, es prueba de realidad porque en el camino que recorre la luz reflejada del sujeto al plano donde ha de imprimirse su imagen, no hay intervención del hombre. Se supone que en el caso del video tampoco. Pero no basta quedarse en la lógica mecánica del principio de la simulación. Precisamente en tiempos de la segunda guerra y en alas de los artistas modernos, la fotografía fue empleada como instrumento propagandístico y servil a las más diversas ideologías de la guerra y de después también. La televisión daba sus primeros balbuceos cuando la fotografía en movimiento y la fotografía impresa dirigían las conciencias de las masas y se daban las primeras simulaciones.
Como hijo pródigo de esta antigua máquina de generar pruebas que era la fotografía, y a la vez como el más eficiente de los mass media, la televisión, se abría al mundo como la expresión electrónica de todos los ideales éticos y sobre todo morales de una sociedad desgastada. Este segundo aire, este mundo ideal simulado, adopta sus conductas aduciendo una pretendida objetividad y una respuesta eficaz e inmediata a los gustos del público. (Nótese el reemplazo de la palabra pueblo por la de público.) Algunos se aventuraron a hablar de “aldea global” haciendo forzadas comparaciones con estructuras antropológicas de dudoso origen. Tales teorías, solo podrían darse en el seno de una sociedad satisfecha consigo misma. Tanto, que queda tiempo para soñar y creerse el propio sueño.
Pero los impulsores de la televisión veían en ella el instrumento ideal para comerciar masivamente. Y algunos dirán que es de Perogrullo, pero si observamos con cuidado, la televisión va mas allá de la simple y tortuosa “dominación mental”, más bien dicho, tal manejo de comportamientos es un efecto secundario inesperado y provechosamente utilizado por quienes manejan los medios. Es la resultante de una estrategia comercial. Ya se ha dicho antes: “el fin del programa de televisión, es el comercial que lo interrumpe”. Se ha esgrimido el argumento de que como inocente medio de comunicación, la televisión solo ha respondido a los gobiernos y a las sociedades a los que le ha tocado servir.
El caso de la televisión en China o la televisión del mundo musulmán, podrían dar la razón a este argumento. Pero lo inquietante del tiempo en que vivimos, se da en el hecho de que Frankestein ha tomado conciencia de si mismo. En efecto, los que hacen la televisión están asumiendo cada vez más su propia simulación y han descubierto su poder intrínseco. Ya no se trata de unir el mundo en esta aldea global donde escuchamos noche a noche las historias de lo que ha ocurrido en otras partes de la aldea. Ahora escuchamos las historias que el mismo relator se inventa. Ha desaparecido la línea divisoria entre ficción y realidad.
Hoy, la mayoría de lo que vemos corresponde al ámbito de la simulación. Estamos en presencia de la nueva estrategia de venta. Lo real no vende, los problemas no venden, el mundo no vende. Es mejor inventar un mundo, inventar un artista apoyado en otros medios interesados en generar artistas y programas desechables y olvidables siguiendo la lógica de una rentabilidad mínima por temporada. Nuestro Frankestein se mira al ombligo y nosotros, felices, le imitamos y nos miramos también el ombligo haciendo caso omiso a lo que ocurre fuera de casa. Ciertamente, no es el caso de todos, pero la progresión geométrica en el crecimiento de los “Homer Simpson”, no deja de inquietar.
“Ya no importa lo que se diga en la pantalla; no importa la veracidad de las respuestas que dan los concursantes de programas de entretenimientos, si son verdaderas o erróneas, sino que lo que vale y que sí es cierto es el acto de enunciación: el presentador está allí.”
[“El Cuarto Poder” – Javier Zocco]
La tontería está servida: Uno de los grandes mitos de nuestros días se construye sobre la poco afortunada creencia de que la televisión dice la verdad en todas las situaciones y que la influencia de la televisión, mas allá de si esta es positiva o negativa en términos morales o éticos, acaba en el momento en que el usuario decide apagarla. En efecto, la discusión del rol de la televisión, discusión que nunca acaba, le da precisamente a la televisión la posibilidad de adelantarse por la derecha en el sentido metafórico y también políticamente literal. Situaciones como “quedar bien con todos”, “ayudar al desvalido”, “ser políticamente correcto” son el soporte moral que aplaudimos a rabiar mientras nos venden una variopinta oferta comercial. Encima, la empatía y la identificación son el bisturí con que se hace la incisión cerebral. Eficacia pura.
Lo que la mayoría de nosotros los televidentes rara vez recordamos es que estamos frente a una simulación.
Algún lector estará pensando que esta opinión es un poco generalista en la medida que la simulación se entiende en un programa “de ficción”, y pensará además que tal situación no es posible en el caso de un noticiario, adalid de pluralidad y espejo de nuestra realidad. ¿Quien podría creer que una publicación periodística es la trascripción pura de la realidad? Seria como creer que el periodista no piensa. Y si el periodista no piensa, ¿no existe? Indudablemente, estamos ante un acto de fe. Y es una de las formas de fe más poderosas de nuestra época. Si rebuscamos un poco, tal vez el origen podemos encontrarlo en la creencia asociada a mediados del siglo XX a la fotografía.
Recordemos que en tiempos de la segunda guerra mundial, los documentos foto periodísticos eran considerados pruebas indelebles e incuestionables de hechos, personas o lugares. Tal situación se ha mantenido hasta nuestros días y ha influenciado con su aura a su primo electrónico, el video. Y entre el video y la televisión solo esta el aire. Roland Barthes en “La Cámara Lúcida” describe con gran precisión el acto ritual y de fe ante una fotografía. Estamos ante una prueba de realidad soportada por la eficacia mecánica. Es decir, es prueba de realidad porque en el camino que recorre la luz reflejada del sujeto al plano donde ha de imprimirse su imagen, no hay intervención del hombre. Se supone que en el caso del video tampoco. Pero no basta quedarse en la lógica mecánica del principio de la simulación. Precisamente en tiempos de la segunda guerra y en alas de los artistas modernos, la fotografía fue empleada como instrumento propagandístico y servil a las más diversas ideologías de la guerra y de después también. La televisión daba sus primeros balbuceos cuando la fotografía en movimiento y la fotografía impresa dirigían las conciencias de las masas y se daban las primeras simulaciones.
Como hijo pródigo de esta antigua máquina de generar pruebas que era la fotografía, y a la vez como el más eficiente de los mass media, la televisión, se abría al mundo como la expresión electrónica de todos los ideales éticos y sobre todo morales de una sociedad desgastada. Este segundo aire, este mundo ideal simulado, adopta sus conductas aduciendo una pretendida objetividad y una respuesta eficaz e inmediata a los gustos del público. (Nótese el reemplazo de la palabra pueblo por la de público.) Algunos se aventuraron a hablar de “aldea global” haciendo forzadas comparaciones con estructuras antropológicas de dudoso origen. Tales teorías, solo podrían darse en el seno de una sociedad satisfecha consigo misma. Tanto, que queda tiempo para soñar y creerse el propio sueño.
Pero los impulsores de la televisión veían en ella el instrumento ideal para comerciar masivamente. Y algunos dirán que es de Perogrullo, pero si observamos con cuidado, la televisión va mas allá de la simple y tortuosa “dominación mental”, más bien dicho, tal manejo de comportamientos es un efecto secundario inesperado y provechosamente utilizado por quienes manejan los medios. Es la resultante de una estrategia comercial. Ya se ha dicho antes: “el fin del programa de televisión, es el comercial que lo interrumpe”. Se ha esgrimido el argumento de que como inocente medio de comunicación, la televisión solo ha respondido a los gobiernos y a las sociedades a los que le ha tocado servir.
El caso de la televisión en China o la televisión del mundo musulmán, podrían dar la razón a este argumento. Pero lo inquietante del tiempo en que vivimos, se da en el hecho de que Frankestein ha tomado conciencia de si mismo. En efecto, los que hacen la televisión están asumiendo cada vez más su propia simulación y han descubierto su poder intrínseco. Ya no se trata de unir el mundo en esta aldea global donde escuchamos noche a noche las historias de lo que ha ocurrido en otras partes de la aldea. Ahora escuchamos las historias que el mismo relator se inventa. Ha desaparecido la línea divisoria entre ficción y realidad.
Hoy, la mayoría de lo que vemos corresponde al ámbito de la simulación. Estamos en presencia de la nueva estrategia de venta. Lo real no vende, los problemas no venden, el mundo no vende. Es mejor inventar un mundo, inventar un artista apoyado en otros medios interesados en generar artistas y programas desechables y olvidables siguiendo la lógica de una rentabilidad mínima por temporada. Nuestro Frankestein se mira al ombligo y nosotros, felices, le imitamos y nos miramos también el ombligo haciendo caso omiso a lo que ocurre fuera de casa. Ciertamente, no es el caso de todos, pero la progresión geométrica en el crecimiento de los “Homer Simpson”, no deja de inquietar.
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