julio 16, 2013

Mad Men. Temporada 6: Balance final

“En la mitad del camino de la vida, me encontré en un bosque oscuro”.


Mad Men. Temporada 6: Balance final

publicado por salva meseguer


Despertar del sueño americano


Matthew Weiner, creador de Mad Men, está cerca de completar su gran relato televisivo. Una meta ambiciosa que verá su fin con la séptima temporada de la serie, prevista para 2014. Entonces despediremos la ficción televisiva que ha hecho de la sutileza su mayor baza, de la cadencia y los subterfugios una virtud. Cada entrega parece concebida como un perfecto arco argumental que debe completarse en su totalidad para poder disfrutar plenamente de los hallazgos narrativos, los guiños referenciales, el ingenio de sus diálogos y, en definitiva, de la gran epopeya americana que constituye. Una deconstrucción de lo que se conoció como el American Way of Life a través de la historia de un hombre cuya vida está edificada sobre una mentira, Don Draper o Dick Whitman, para escapar de su pasado y orígenes humildes. El protagonista de Mad Men es una de esas criaturas que creó el período de expansión económica norteamericana posterior a la Guerra de Corea (allí donde Whitman cambió su identidad por Draper), y reúne a la perfección los parámetros de individualismo, dinamismo y pragmatismo que caracterizaron la filosofía del American Dream. Un sueño que permitía al hombre corriente convertirse en extraordinario, si sabía reinventarse y carecía de escrúpulos.

En Don Draper hay ecos de Jay Gatsby, el héroe de la mítica novela de Francis Scott Fitzgerald, sólo que el personaje literario articulaba su artificio con el propósito de lograr el amor de una damisela de sociedad (aquello que estaba fuera de su alcance). Matthew Weiner da un salto cualitativo hasta los años 60 y nos ofrece un héroe más oscuro, alguien que sólo lucha por perpetuar su estatus y, por extensión, la mentira como fin en sí mismo (la degeneración de aquel Gatsby). Y, en una doble pirueta compositiva, Weiner sitúa a su personaje principal como creativo estrella de una importante agencia de publicidad neoyorquina. De esa forma establece una brillante analogía entre los mecanismos de venta de una marca o producto y los de una identidad. Es decir, el protagonista de Mad Men utiliza su talento para disfrazar la verdad tanto en el campo de lo profesional como en el personal. Así, Don Draper no es más que una campaña bien urdida y resuelta por el habilidoso Dick Whitman, su verdadero yo –hasta el magnífico póster de esta temporada alude a la dualidad del protagonista–. Pero mantener una identidad falsa, una vida artificial, tiene su precio: el vacío de una existencia inventada pesa como una enorme losa, por más que Don/Dick intente amortiguar su efecto con placeres terrenales (alcohol y mujeres).

Mad Men resolvía el pasado domingo (en la cadena norteamericana AMC) su sexta temporada con un esperado episodio finale que, de nuevo, ofreció toda una lección de narrativa televisiva. Sin embargo, ésta ha sido, probablemente, una de sus entregas más cuestionadas –como una buena novela, la serie está sujeta a múltiples interpretaciones y puntos de vista (algo que cualquier seguidor de esta ficción puede comprobar cada vez que comparte con otro fan sus impresiones)–. La toma de conciencia de Don Draper sobre su propia entelequia vital ha estado plagada de amargura y desconcierto, e inevitablemente ha ensombrecido más de lo habitual el tono de la serie. No obstante, un año más, Mad Men ha demostrado que no necesita efectismos ni triquiñuelas para atraparnos en ese relato fascinante –y, en ocasiones, fascinado de sí mismo– sobre el despertar del sueño americano, tan sólo ser fiel a su propio concepto narrativo: el calculado y cadencioso discurrir de situaciones, datos históricos, guiños culturales y nuevos personajes que enriquecen, temporada a temporada, la trama global de este gran relato televisivo. Observemos, ya en la distancia y de forma reposada, lo que esta sexta entrega nos ha legado. [Aviso: a partir de este momento no podré evitar desvelar aspectos fundamentales del argumento].


El Inferno de Don Draper


La última vez que escribí sobre los hombres de Madison Avenue, al inicio de esta sexta temporada, andaban todos algo obsesionados con la muerte. En especial Don Draper (Jon Hamm), al que recibimos enfrascado en la lectura del Inferno (La Divina Comedia) de Dante Alighieri durante su estancia en un paraíso artificial hawaiano. Ya entonces intuimos que en esta nueva entrega asistiríamos al personal descenso a los infiernos de nuestro héroe y, por extensión, a la materialización de todos sus miedos. Al fin y al cabo, como observamos en su momento, su destino corría parejo al del personaje interpretado por James Mason en Ha nacido una estrella (A Star is Born), película de 1954 que salió a colación con motivo de una posible campaña hotelera y de la que esta temporada de Mad Men bien podría ser una especie de remake sofisticado –Weiner es un cinéfilo empedernido–. Como Norman Maine (Mason), Draper se ha perdido en sus inseguridades y en el alcoholismo (esa preocupante mano temblorosa), poniéndose a sí mismo en evidencia y dejando paso a su eterna protegida (Peggy). Eso sí, celoso, a regañadientes y no sin antes humillarla repetidamente (ni más ni menos que como en la película de George Cukor). Hasta ha florecido en él una pulsión suicida. Pero no hay que preocuparse, lo entendimos mal. Su suicidio no es físico, como el del mencionado Maine, es de otra índole.

Frente a unos nuevos clientes (las chocolatinas Hershey) y a todos los socios de SC&P, Dick Whitman se quita la careta de Don Draper y narra cuáles fueron sus verdaderos orígenes –ese mugriento prostíbulo de Pensilvania donde creció– ante la perplejidad del auditorio presente. Es evidente que Dick Whitman quiere acabar con Don Draper, se ha cansado de huir de sí mismo, de las mentiras y de los nuevos comienzos –California no era más que otra oportunidad para proseguir el engaño–. Inmediatamente es convocado a una reunión con los socios –genial puesta en escena con Bertram Cooper (Robert Morse) presidiendo ese improvisado tribunal y Joan Harris (Christina Hendricks) incapaz de sostener la mirada–: se le suspende por tiempo indefinido de sus actividades. Sus peores miedos se hacen realidad. El suicidio ya es patente y es de carácter profesional. ¿Ha muerto definitivamente Don Draper? Se acerca el principio del fin.

Pero puede que aún haya esperanza para el auténtico Dick Whitman. Las imágenes finales de la temporada abren un nuevo camino para la redención, para que el protagonista haga borrón y cuenta nueva. Draper se enfrenta a su pasado y deja a un lado las mentiras, que han ido siempre tan unidas a él como el tabaco o el alcohol, y muestra a sus hijos cuáles fueron sus verdaderos orígenes (el mencionado prostíbulo de Pensilvania), quizá con la esperanza de salvar a la nueva generación de una existencia apoyada en la falsedad. Sea como sea, el decidido intento por salvar a Sally (Kiernan Shipka) —una hija que es casi una proyección de su propia conciencia y moralidad– del terrible influjo de la mentira augura un cambio de rumbo en las intenciones de Draper/Whitman como personaje, que estaba alcanzando unos niveles de cinismo casi dolorosos. Quizá así, y sólo así, su destino se desvíe de la fatalidad a la que estaba sentenciado.

¿Pero qué precipitó una decisión tan desesperada? Puede que su última amante –y la primera que le ha cerrado la puerta–, Sylvia Rosen (Linda Cardellini), le diera el necesario toque de atención. Alguien como Sylvia, que no estaba dispuesta a ser cómplice de sus mentiras (y fantasías escenificadas), dejaba en evidencia que Don estaba solo en el juego y que éste podía ser muy cruel con los suyos. Jamás antes habíamos visto a Draper tan desamparado, perdido, al tiempo que celoso y ruin con aquellos que también querían amarse en secreto o vivir historias furtivas (Peggy y Ted). Tampoco ayudaba la evidente desconexión –en sueños y metas– con esa joven y sensual esposa canadiense, Megan (Jessica Paré), convertida en reina de los culebrones matutinos. Su único respiro fue, curiosamente, un repentino affair con Betty (January Jones), que sabiamente le sentenció: “Esa pobre chica (refiriéndose a Megan)… no sabe que quererte es la peor forma de llegar a ti”. Una de las grandes frases de la temporada. Aunque, con franqueza, todo parece indicar que el miedo ha sido el motor de sus desesperados actos: miedo a que su hija, Sally, se convierta en un calco de sí mismo y cometa idénticos errores. A fin de cuentas, su pequeña le ha descubierto y ya no hay lugar donde esconderse. Se acabó el gran hombre, el fraude se ha destapado.


Estrella naciente y solitaria

Y si Don Draper se ha comportado esta temporada como Norman Maine (de Ha nacido una estrella), suicidio incluido, Peggy Olson (Elisabeth Moss) sin duda ha sido la Esther Blodgett (Judy Garland en el film de 1954) de la historia. El declive de Don ha coincidido con el ascenso de Peggy, incluso lo ha propiciado. La repentina marcha o suspensión del conflictivo publicista la deja a ella como directora creativa. Ya nadie se acuerda de la modosa secretaria de Brooklyn, abrumada por el acoso de sus compañeros, que se escondía debajo de su flequillo y observaba con distancia y curiosidad al maestro del eslogan, el disfraz y el engaño. Pero su camino hasta verse sentada en el sillón de Draper –¡¡en el despacho de Draper!!– ha tenido esta temporada un curioso discurrir.

Dejamos a Peggy, al final de la quinta entrega de la serie, preparada para comenzar una nueva etapa profesional lejos de su mentor (Draper), en la agencia CGC (Cutler, Gleason & Chaough). Allí ha demostrado dotes de liderazgo y ha conseguido ser tratada de igual a igual –todo un triunfo para una mujer en el mundo de los negocios de finales de los 60–. Su nuevo mentor, Ted Chaough (Kevin Rahm), es más un semejante que un guía o superior. Y tal es la equivalencia que poco les ha costado romper la barrera entre colegas (profesionalmente hablando) y amantes. Un rayo de esperanza para Peggy que, hasta ese momento, estaba unida a un hombre con el que compartía bien poco, Abe (Charlie Hofheimer) –debió ser un alivio saber que él también rechazaba todo lo que ella representaba–. Sin embargo, el viejo Don no parece dispuesto a dejar volar libre a su polluelo(a) tan pronto, entre otras cosas porque se ha convertido en una feroz competencia para él. Y, casualidades del destino –influenciado por las malas artes de Draper–, SCDP y CGC se acaban fusionando para lograr la cuenta de Chevrolet. Ambas agencias se convierten en una y Peggy vuelve a pasearse por los ya familiares despachos de Madison Avenue.

Leer el artículo original completo aquí: http://www.cinemaseries.es/?p=80124


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