octubre 05, 2013
julio 16, 2013
Mad Men. Temporada 6: Balance final
“En la mitad del
camino de la vida, me encontré en un bosque oscuro”.
Mad Men. Temporada 6:
Balance final
publicado por salva meseguer
Despertar del sueño
americano
Matthew Weiner, creador de Mad Men, está cerca de
completar su gran relato televisivo. Una meta ambiciosa que verá su fin con la
séptima temporada de la serie, prevista para 2014. Entonces despediremos la
ficción televisiva que ha hecho de la sutileza su mayor baza, de la cadencia y
los subterfugios una virtud. Cada entrega parece concebida como un perfecto
arco argumental que debe completarse en su totalidad para poder disfrutar
plenamente de los hallazgos narrativos, los guiños referenciales, el ingenio de
sus diálogos y, en definitiva, de la gran epopeya americana que constituye. Una
deconstrucción de lo que se conoció como el
American Way of Life a través de la historia de un hombre cuya vida
está edificada sobre una mentira, Don Draper o Dick Whitman, para escapar de su
pasado y orígenes humildes. El protagonista de Mad Men es una de esas
criaturas que creó el período de expansión económica norteamericana posterior a
la Guerra de Corea (allí donde Whitman cambió su identidad por Draper), y reúne
a la perfección los parámetros de individualismo, dinamismo y pragmatismo que
caracterizaron la filosofía del American
Dream. Un sueño que permitía al hombre corriente convertirse en
extraordinario, si sabía reinventarse y carecía de escrúpulos.
En Don Draper hay ecos de Jay Gatsby, el héroe de la mítica
novela de Francis Scott Fitzgerald, sólo que el personaje literario articulaba
su artificio con el propósito de lograr el amor de una damisela de sociedad
(aquello que estaba fuera de su alcance). Matthew Weiner da un salto
cualitativo hasta los años 60 y nos ofrece un héroe más oscuro, alguien que
sólo lucha por perpetuar su estatus y, por extensión, la mentira como fin en sí
mismo (la degeneración de aquel Gatsby). Y, en una doble pirueta compositiva,
Weiner sitúa a su personaje principal como creativo estrella de una importante
agencia de publicidad neoyorquina. De esa forma establece una brillante
analogía entre los mecanismos de venta de una marca o producto y los de una
identidad. Es decir, el protagonista de Mad Men utiliza su talento
para disfrazar la verdad tanto en el campo de lo profesional como en el
personal. Así, Don Draper no es más que una campaña bien urdida y resuelta por
el habilidoso Dick Whitman, su verdadero yo –hasta el magnífico póster de esta
temporada alude a la dualidad del protagonista–. Pero mantener una identidad
falsa, una vida artificial, tiene su precio: el vacío de una existencia
inventada pesa como una enorme losa, por más que Don/Dick intente amortiguar su
efecto con placeres terrenales (alcohol y mujeres).
Mad Men resolvía el pasado domingo (en la cadena
norteamericana AMC) su sexta temporada con un esperado episodio finale que, de nuevo, ofreció toda
una lección de narrativa televisiva. Sin embargo, ésta ha sido, probablemente,
una de sus entregas más cuestionadas –como una buena novela, la serie está
sujeta a múltiples interpretaciones y puntos de vista (algo que cualquier
seguidor de esta ficción puede comprobar cada vez que comparte con otro fan sus
impresiones)–. La toma de conciencia de Don Draper sobre su propia entelequia
vital ha estado plagada de amargura y desconcierto, e inevitablemente ha
ensombrecido más de lo habitual el tono de la serie. No obstante, un año más, Mad
Men ha demostrado que no necesita efectismos ni triquiñuelas para
atraparnos en ese relato fascinante –y, en ocasiones, fascinado de sí mismo–
sobre el despertar del sueño americano, tan sólo ser fiel a su propio concepto
narrativo: el calculado y cadencioso discurrir de situaciones, datos
históricos, guiños culturales y nuevos personajes que enriquecen, temporada a
temporada, la trama global de este gran relato televisivo. Observemos, ya en la
distancia y de forma reposada, lo que esta sexta entrega nos ha legado. [Aviso: a partir de este momento no podré
evitar desvelar aspectos fundamentales del argumento].
El Inferno de Don Draper
La última vez que escribí sobre los hombres de Madison
Avenue, al inicio de esta sexta temporada, andaban todos algo obsesionados con
la muerte. En especial Don Draper (Jon Hamm), al que recibimos enfrascado en la
lectura del Inferno (La Divina
Comedia) de Dante Alighieri durante su estancia en un paraíso artificial
hawaiano. Ya entonces intuimos que en esta nueva entrega asistiríamos al
personal descenso a los infiernos de nuestro héroe y, por extensión, a la
materialización de todos sus miedos. Al fin y al cabo, como observamos en su
momento, su destino corría parejo al del personaje interpretado por James Mason
en Ha nacido una estrella (A
Star is Born), película de 1954 que salió a colación con motivo de una
posible campaña hotelera y de la que esta temporada de Mad Men bien
podría ser una especie de remake sofisticado
–Weiner es un cinéfilo empedernido–. Como Norman Maine (Mason), Draper se ha
perdido en sus inseguridades y en el alcoholismo (esa preocupante mano
temblorosa), poniéndose a sí mismo en evidencia y dejando paso a su eterna
protegida (Peggy). Eso sí, celoso, a regañadientes y no sin antes humillarla
repetidamente (ni más ni menos que como en la película de George Cukor). Hasta
ha florecido en él una pulsión suicida. Pero no hay que preocuparse, lo
entendimos mal. Su suicidio no es físico, como el del mencionado Maine, es de
otra índole.
Frente a unos nuevos clientes (las chocolatinas Hershey) y a
todos los socios de SC&P, Dick Whitman se quita la careta de Don Draper y
narra cuáles fueron sus verdaderos orígenes –ese mugriento prostíbulo de
Pensilvania donde creció– ante la perplejidad del auditorio presente. Es
evidente que Dick Whitman quiere acabar con Don Draper, se ha cansado de huir
de sí mismo, de las mentiras y de los nuevos comienzos –California no era más
que otra oportunidad para proseguir el engaño–. Inmediatamente es convocado a
una reunión con los socios –genial puesta en escena con Bertram Cooper (Robert
Morse) presidiendo ese improvisado tribunal y Joan Harris (Christina Hendricks)
incapaz de sostener la mirada–: se le suspende por tiempo indefinido de sus
actividades. Sus peores miedos se hacen realidad. El suicidio ya es patente y
es de carácter profesional. ¿Ha muerto definitivamente Don Draper? Se acerca el
principio del fin.
Pero puede que aún haya esperanza para el auténtico Dick
Whitman. Las imágenes finales de la temporada abren un nuevo camino para la
redención, para que el protagonista haga borrón y cuenta nueva. Draper se
enfrenta a su pasado y deja a un lado las mentiras, que han ido siempre tan
unidas a él como el tabaco o el alcohol, y muestra a sus hijos cuáles fueron
sus verdaderos orígenes (el mencionado prostíbulo de Pensilvania), quizá con la
esperanza de salvar a la nueva generación de una existencia apoyada en la
falsedad. Sea como sea, el decidido intento por salvar a Sally (Kiernan Shipka)
—una hija que es casi una proyección de su propia conciencia y moralidad– del
terrible influjo de la mentira augura un cambio de rumbo en las intenciones de
Draper/Whitman como personaje, que estaba alcanzando unos niveles de cinismo
casi dolorosos. Quizá así, y sólo así, su destino se desvíe de la fatalidad a
la que estaba sentenciado.
¿Pero qué precipitó una decisión tan desesperada? Puede que
su última amante –y la primera que le ha cerrado la puerta–, Sylvia Rosen
(Linda Cardellini), le diera el necesario toque de atención. Alguien como
Sylvia, que no estaba dispuesta a ser cómplice de sus mentiras (y fantasías
escenificadas), dejaba en evidencia que Don estaba solo en el juego y que éste
podía ser muy cruel con los suyos. Jamás antes habíamos visto a Draper tan
desamparado, perdido, al tiempo que celoso y ruin con aquellos que también
querían amarse en secreto o vivir historias furtivas (Peggy y Ted). Tampoco
ayudaba la evidente desconexión –en sueños y metas– con esa joven y sensual
esposa canadiense, Megan (Jessica Paré), convertida en reina de los culebrones
matutinos. Su único respiro fue, curiosamente, un repentino affair con
Betty (January Jones), que sabiamente le sentenció: “Esa pobre chica (refiriéndose a Megan)… no sabe que quererte es la peor forma de llegar a ti”. Una de las
grandes frases de la temporada. Aunque, con franqueza, todo parece indicar que
el miedo ha sido el motor de sus desesperados actos: miedo a que su hija,
Sally, se convierta en un calco de sí mismo y cometa idénticos errores. A fin
de cuentas, su pequeña le ha descubierto y ya no hay lugar donde esconderse. Se
acabó el gran hombre, el fraude se ha destapado.
Estrella naciente y
solitaria
Y si Don Draper se ha comportado esta temporada como Norman
Maine (de Ha nacido una estrella),
suicidio incluido, Peggy Olson (Elisabeth Moss) sin duda ha sido la Esther
Blodgett (Judy Garland en el film de 1954) de la historia. El declive de Don ha
coincidido con el ascenso de Peggy, incluso lo ha propiciado. La repentina
marcha o suspensión del conflictivo publicista la deja a ella como directora
creativa. Ya nadie se acuerda de la modosa secretaria de Brooklyn, abrumada por
el acoso de sus compañeros, que se escondía debajo de su flequillo y observaba
con distancia y curiosidad al maestro del eslogan, el disfraz y el engaño. Pero
su camino hasta verse sentada en el sillón de Draper –¡¡en el despacho de
Draper!!– ha tenido esta temporada un curioso discurrir.
Dejamos a Peggy, al final de la quinta entrega de la serie,
preparada para comenzar una nueva etapa profesional lejos de su mentor
(Draper), en la agencia CGC (Cutler, Gleason & Chaough). Allí ha demostrado
dotes de liderazgo y ha conseguido ser tratada de igual a igual –todo un
triunfo para una mujer en el mundo de los negocios de finales de los 60–. Su
nuevo mentor, Ted Chaough (Kevin Rahm), es más un semejante que un guía o
superior. Y tal es la equivalencia que poco les ha costado romper la barrera
entre colegas (profesionalmente hablando) y amantes. Un rayo de esperanza para Peggy
que, hasta ese momento, estaba unida a un hombre con el que compartía bien
poco, Abe (Charlie Hofheimer) –debió ser un alivio saber que él también
rechazaba todo lo que ella representaba–. Sin embargo, el viejo Don no parece
dispuesto a dejar volar libre a su polluelo(a) tan pronto, entre otras cosas
porque se ha convertido en una feroz competencia para él. Y, casualidades del
destino –influenciado por las malas artes de Draper–, SCDP y CGC se acaban
fusionando para lograr la cuenta de Chevrolet. Ambas agencias se convierten en
una y Peggy vuelve a pasearse por los ya familiares despachos de Madison
Avenue.
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original completo aquí: http://www.cinemaseries.es/?p=80124
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arte
junio 25, 2013
El legado (cinematográfico) de Richard Matheson
Por: Álvaro P. Ruiz de Elvira
Ha fallecido el escritor Richard Matheson a los 87 años. El típico nombre que igual a muchos no suena, pero que cuando se empiezan a decir sus obras, muchos asienten por reconocerlas: Soy leyenda (1954), El increíble hombre menguante (1956), El último escalón (1958), En algún lugar del tiempo (1975), Más allá de los sueños (1978), entre otras. Novelas de ciencia ficción y fantasía que han pasado también a la historia del cine y la televisión. Dos universos en los que Matheson se movía a gusto como autor y guionista gracias a las adaptaciones de algunos de sus obras y con guiones en La hora de Alfred Hitchcock (1962-63), Dimensión desconocida (Twilight zone, 1959-64), El diablo sobre ruedas (1971), Ghost story (1972-73), En los límites de la realidad (1983) o Cuentos asombrosos (1986).
Hacemos un breve repaso visual por su legado. [vía elpais.com]
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